SU SILENCIO

A veces noto que soy mucho más sensible a los olores que otras personas y que yo mismo en otras ocasiones. Dice mi neurólogo que ello es debido a mis innumerables, persistentes y habituales migrañas. Quizá me ha dicho al revés… No sé…
A veces creo que noto olores retrospectivos, fósiles, más antiguos que mi propia existencia. No logro definir si es olor a cosa, a tiempo, a persona o a sensación; entonces tengo migraña… O, tal vez, al revés…
La primera vez que noté esta sensación fue cuando me decidí a restaurar el armario de mis padres, que fue de mis abuelos y, quizá también, de mis bisabuelos. Es un mueble empotrado en una pared. A mí  me había parecido siempre una puerta a lugares ocultos, a memorias ocultadas y a indisimulados miedos. Era oscuro, todo él estaba cubierto de una espesa capa de barnices sobre barnices, la carencia de brillo y color le daban un aspecto de penumbra de confesionarios que me producía un desasosiego que no conocía hasta entonces.
Comencé quitando cuidadosamente los barnices. Detrás descubrí un mueble de castaño oscuro con unos engarces claros de madera de boj. El olor era distinto y el desasosiego mayor. Abrí el armario y fue como pulsar el interruptor de mi memoria infantil en donde guardaba todas las historias que mi padre me había contado envueltas en un halo demasiado misterioso para un niño cualquiera en cualquier lugar. Pero yo había guardado celosamente en un rincón de mi memoria que creció conmigo y que sin darme cuenta preservé para que un entorno agresivo y contradictorio no contaminase. Ese rincón de mi memoria creo que también guardaba los olores retrospectivos que me transportaban a un pasado oscuro y ocultado sin que yo fuese capaz de saber por qué.
Era la posguerra y los fascistas eran dueños y señores de la ley y de las voluntades; también de la vida y haciendas de muchos que desaparecieron para siempre de la geografía y de la gramática, asesinados civiles en definitiva, que siguen golpeando nuestras conciencias buscando el cierre de las heridas que, por antiguas, no nos son lejanas ni ajenas. De madrugada llamaron a la puerta unos conocidos desconocidos que se amparaban en la profunda oscuridad de aquella noche. Alguien les abrió y, después de intimidar a toda la familia durante interminables horas, decidieron arrasar bodegas, despensas y armarios, al tiempo que arrancaban un compromiso de silencio que mi padre se llevó consigo 50 años más tarde. En el lugar, aquella misma noche, habían muerto dos personas, según el parte médico, por hemorragia.
En aquel armario que yo restauré, aquella noche oscura, había quedado solamente una prenda cuidadosamente colgada en una percha de madera forrada de una tela de blanco inmaculado. Era el abrigo de “El maestro”. Al día siguiente, como otras veces, vino “el maestro” y se marchó con su abrigo y su silencio, dejando a cambio infinitas preguntas y un desasosiego mayor del que les habían regalado quienes el día anterior habían “visitado” la casa.
Nunca llegué a entender el silencio de mi padre con todos menos conmigo. El creía que su silencio protegía a la familia y sin embargo no quiso que la memoria se apagase. Sé que confiaba en mi para mantenerla viva y yo la llevé conmigo durante muchos años sin removerla hasta comprenderle.
Ahora, restaurado el armario, aún persiste aquel olor, y también mis migrañas. De vez en cuando abro aquellas puertas con engarces de madera de boj y me pregunto: ¿Cómo les cuento todo esto a mis hijas si yo no estaba allí?
Pienso que no es posible elegir, es mi obligación… Es difícil pero la memoria nos hace mejores.

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